Un bouquet de rosas





La persistencia del nepotismo en el Ecuador me ha hecho rememorar mi experiencia con el tema cuando fui Directora Pedagógica de la Campaña Nacional de Alfabetización (1988-1990) y cuando estuve al frente del Ministerio de Educación y Culturas (2003). 

Recuerdo mi sorpresa, en 1988, al encontrar sobre el escritorio una multitud de tarjetas (congresistas, ministros, funcionarios y políticos de todo tipo, color y nivel) en las que, al reverso, el o la titular de la tarjeta me presentaba al hijo, al papá, a la mamá, a la tía, al yerno, a fin de que lo tuviera en cuenta en algún cargo, función o compra. Guardé en un cajón las tarjetas y se fueron marchitando solas. De vez en cuando, una llamada me refrescaba algún nombre, me insistía y hasta reclamaba, pero no pasó de eso.

En 2003, en mi primera reunión amplia con el personal del Ministerio dejé claro que cualquier Torres o cualquier Del Castillo que apareciera por ahí, no sería mi pariente. Tan acostumbrados están a las parentelas, los compadrazgos y el pago de favores que aquello debió sonar a muchos como un saludo a la bandera.

Esta vez las tarjetas provinieron sobre todo de la familia Gutiérrez, que hizo historia en el país en materia de nepotismo. Junto con compañeros de Pachakutik, me ví obligada a recibir y entrevistar a algunos de los elegidos por la familia Gutiérrez para ocupar cargos, y terminar diciéndole, a la mayoría, que no eran aptos. La ira hizo que se tomaran el despacho exigiendo ser posesionados. Por fortuna, yo estaba a esa hora en una entrevista en Radio Quito. Me salvé de la avalancha y de los destrozos.

El primer lunes después de haber entrado al despacho recibí un enorme bouquet de rosas. La belleza del arreglo causó gran revuelo y la ausencia de tarjeta de remitente grandes especulaciones. Por mi parte, lo tomé como felicitación y bienvenida de alguien que me estimaba mucho pero prefería el anonimato. Secretamente, imaginé de quién/es se trataba.

El lunes siguiente apareció otro bouquet, espectacular como el anterior. Esta vez con tarjeta y nombre. Se trataba de un primo al que no veía hace mucho y de quien sabía se había dedicado a la floricultura. La secretaria del despacho me preguntó si debía llamar a agradecer. Le dije que no, que lo haría personalmente.

El tercer lunes llegó un tercer bouquet. Supe entonces, sin dudar, que las rosas tenían mensaje propio. Más claramente: un pedido de favor. Decidí no contestar, no darme por enterada. El primo siguió enviando bouquets hasta que se cansó. Finalmente llegó el lunes en que no hubo rosas y, con gran alivio, las extrañé.

Mi familia cercana tenía claro el asunto. Nadie me pidió ningún favor - y todos atajaron pedidos de sus amigos - por lo cual les estuve y estoy enormemente agradecida. Las tensiones vinieron de la familia ampliada, de los amigos de los amigos, de los conocidos, de los allegados.

Una prima querida se animó a llamarme un día, pese al cerco de advertencias, y me pidió que le ayudara a gestionar un traslado a otra institución. Con mucha pena le dije que no podía ayudarle, precisamente porque estaba en una función de gobierno. No lo tomó bien. ¿Quién podría, en un país donde se considera obvio ubicar en cargos a parientes y amigos, elegir la "confianza" sobre el profesionalismo, hacer "favores" a mansalva, cuando se "llega al poder"?

Una de las primeras cosas que hice cuando salí del ministerio fue una gran reunión familiar en la que junté y agasajé a toda mi familia y les pedí perdón. Recién ese día supe qué era lo que había querido pedirme el primo de las rosas. Le agradecí y me disculpé. Me alegró saber que había logrado resolver el problema sin mi intermediación. 

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