Una libreta, un bolígrafo, una mirada y aquella famosa oreja verde


Prólogo de Fabricio Caivano a
Itinerarios por la educación latinoamericana: Cuadeno de Viajes
de Rosa María Torres

Paidós, Buenos Aires-
Barcelona-México, 2000.

La autora me pidió un breve prólogo para este libro. Les confesaré que su amable petición me agradó pero también me suscitó algunas dudas.

La primera es que como lector, por higiene mental o por afán de entrar en materia, suelo evitar los prólogos pues son, en general, perfectamente prescindibles, a veces condicionan el juicio del lector, y en no pocas ocasiones suelen dedicarse a poner de relieve los supuestos saberes del prologuista antes que la sustancia del libro, su interés y valor. La segunda razón, tan subjetiva como la anterior, es que el prologuista obligadamente es un lector encadenado: no puede sino escribir con la tinta visible del elogio. Y hay aún una tercera cuestión que ahora me viene al encuentro: no hay prólogo capaz de atrapar a lector alguno si el libro no lo hace por sí mismo, en razón de su tema y autor.

Artmed, Porto Alegre,
2001, 344 págs.
Cumplo gustosamente con la segunda reserva. Y quiero ser sincero con el posible lector de estas líneas: tiene en las manos un libro extraordinario. Y lo que yo le diré aquí respecto a él es una pequeña parte de lo que, sin duda, hallará en su lectura. Libro fuera de lo ordinario porque lo habitual es que la escuela y sus protagonistas sean analizados desde la barrera y sometidos al afán taxonomista y al malabarismo académico con el que todo teórico que se precie envuelve su desconocimiento de la realidad escolar. Es éste un libro claro, que se entiende, lo que no puede decirse de tantos otros. Extraordinario además porque todo su instrumental metodológico consiste en una libreta, un bolígrafo, una mirada y aquella famosa oreja verde.

Me explico. En un poema famoso Gianni Rodari sostiene que hay que tener una “oreja verde”, una especial frecuencia de onda para sintonizar con la gente, en especial para comprender a los niños y niñas sin necesidad de someterles a los tontos interrogatorios habituales que les propinamos los adultos, desmemoriados de la fragilidad y la energía de nuestra propia infancia. En cuanto a los otros aparejos, libreta y bolígrafo, es todo cuanto necesita la autora para saltarse el sesudo entramado conceptual que se organiza el “experto” cuando se toma la molestia de descender al nivel de las escuelas y sus habitantes.

A Rosa María Torres le basta con mirar y escribir. Pero esa simplicidad es solo aparente. Primero hay que saber hacia dónde mirar y, sobre todo, cómo mirar para que nada se pierda y para estructurar, luego, lo visto y oído en una red de sentimientos y de reflexiones que sitúan lo particular en la trama de lo general y de perturbar el lector.

Se podría decir que este libro está hecho con ojos, corazón y pies. Ojos para saber ver el brillo oculto de lo que es, para muchos, invisible. Investigar es ver lo que otros no han sabido ver. Mirada, pues, en primer lugar. Corazón para sentirse cerca del otro en su plenitud contradictoria, aceptarlo con su defectos y virtudes, con sus dudas y miedos, con la fragilidad y la fuerza que la vida deja en las gentes que, cada mañana, salen a batallar con la realidad. Corazón para deshacer el hatillo de palabras con las que se cuentan a sí mismo, torpe ideología a veces y sabias reflexiones otras. Corazón también para no callar o aceptar cualquier respuesta, para excavar con esas preguntas que hacen daño pero que son necesarias para encontrar el tesoro. Forma parte del método esa empatía limpia, la que no se rinde al sentimiento dulce de sí misma sino que si conviene lanza el dardo de la crítica, del matiz y de la evaluación ajustada.

¿Y los pies?, se preguntará ya algún inquieto lector. Antes debo referirles una anécdota. Hubo en Cataluña un magnífico geógrafo, de biografía admirable y autor de una obra de gran amplitud y rigor profesional. Pau Vila era su nombre, y murió casi centenario. En una ocasión le pregunté cuál era su método, su modo de trabajar con el que había hecho un trabajo tan detallado y ambicioso. Y el maestro Pau Vila contestó: “Bueno... de la única manera que se puede hacer bien la Geografía: con los pies”. O sea, andando. Pues bien, Rosa María ha escrito también con los pies este libro, titulado justamente itinerario. Y eso es meritorio en un tiempo como el que vivimos en el que todos saben, con la cabeza, de educación y escuelas, un tiempo de televisión y realidades virtuales, de saberes librescos y en los que ya casi nadie anda mirando y mirando por las escuelas, con los pies firmes sobre el suelo. Hay que volver a usar los pies si queremos tener la cabeza despierta, el espíritu afilado y el bolígrafo dispuesto.

Para hablar de las escuelas, para ver lo que pasa entre sus paredes, para saber de sus anónimas alegrías y de sus ocultos desasosiegos, para captar todo lo hermoso y lo atroz que puede haber en ellas, hay que saber mirar sin intermediarios. Es decir, dejar a un lado momentáneamente los sesudos libros de pedagogía y sus repertorios de bibliografías que remiten a otros libros que a su vez citan al famoso teórico que dijo en su libro... Usar los pies es simple pero no simplista: andar, mirar y apuntar. Un género casi periodístico que no se cultiva. En la España de los años veinte hubo un caballero, abogado y periodista que llegó a diputado en Cortes, Luis Bello se llamaba, que recorrió las escuelas primarias españolas a modo de inspector andante, y publicaba sus crónicas en “El Sol” y otros diarios madrileños. El resultado de sus andanzas se reunieron en tres volúmenes intitulados “Viaje por las escuelas de España”.

Pues bien, Rosa María Torres ha escrito sus andanzas por algunos lugares de la educación latinoamericana, y el resultado son estos sesenta y ocho textos de relato de su viaje y una introducción en la que extiende el mapa moral con el que ella va a tratar de orientarse en su navegación. La autora nos dice con claridad de qué color es su esperanza, ese deseo que algunos cursis llaman hipótesis: transformar la escuela. Pero sabe que el reto no es sencillo, que hay que remover raíces muy profundas, señalar intereses políticos, quebrar inercias mentales.... “El problema es que el viejo modelo escolar es ante todo una mentalidad, algo que está en la cabeza de las personas e internalizado en el conjunto de la sociedad, antes que en los edificios y en las cosas”. El viejo precepto de que para conocer el sabor de la pera hay que comerla, se aplica aquí con exactitud. No basta con la pulcritud de las reformas educativas, ni con la aportación de algunas novedades fragmentarias, y menos aún con la ampulosa retórica bancaria y mundialista. Hay que disponer “de un conocimiento cabal de la realidad”. Una afirmación que, de puro obvia, se pasa sobre ella sin detenerse. Por eso hay en el libro afán de hurgar en la complejidad, gusto por el matiz y hay, sobre todo, esa educada impertinencia infantil que tiene la máquina de preguntar siempre cargada para traspasar la realidad convencional y cazar el raro pájaro de la verdad.

La autora no reconstruye, como hacen algunos teóricos, una realidad escolar simple, dicotómica, un escenario de buenos y malos propicio para aplicar la receta que finalmente arreglará las cosas al gusto de todos. Eso es demagogia, un juguete para sumar votos, un instrumento para adaptar la realidad a las ideas previas. La autora señala el pequeño detalle que habla con palabra callada, pasa el dedo por la superficie de la realidad en busca de alguna pista para interpretarla. Las personas, las instituciones y las situaciones son descritas en su complejidad, y son pensadas con la pasión y la ternura del que sabe que está sobre una mina de oro. Pero hay también una exigencia de verdad, un ideal de escuela que sirve de Norte a esta viajera en su navegación. Por eso hay en el libro la suave dureza del que sabe que la escuela, esa otra escuela ausente aún, podría ser un lugar para el saber, la dignidad y la felicidad de todos esos pequeños que la saludan.

El lector aprende en estas páginas la necesidad de aunar lucidez y sensibilidad en el análisis, pero aprende también que las palabras son muy delicadas y pueden ocultar la realidad o instalar falsos acuerdos. Las palabras que nos hablan de escuela, de educación o de la infancia deben ser repensadas con radicalidad, sometidas a examen y custodiadas como si fueran dioses. Los maestros son, en última instancia, los portadores de las palabras que nos humanizan. Por eso la autora presta una especial atención a las personas y a los lugares: entre ellos andan las palabras levantando el sentido del mundo.

En esta crónica de una escuela inesperada los actores son múltiples: maestros y maestras, niños y niñas, madres y algún padre, líderes populares, expertos varios... Todos son tratados con ese especial amor crítico que la empatía exige para ser de ley. Hay textos en los que el humor es una ráfaga de aire fresco que limpia una situación tensa para dejar en pie una reflexión clara, como en el texto “Y colorín colorado...”. Hay otros en los que el maestro o la maestra son descritos en pocas líneas, pero de tal manera que toda la energía de la experiencia pedagógica o de la práctica escolar, giran en torno a ellos, a su rica humanidad, a la calidad de su discurso o al orgullo de su profesión. Anónimos personajes que dejan en el lector el deseo de saber más de ellos y de su circunstancia, como protagonistas de una novela demasiado breve...

Ahí están ese magnífico y autoirónico Don Sandalio; la dulce Maestra Raquel que sabe el valor de la observación despaciosa; el empecinado Nemorio, que quiere cambiar la educación; las dos directoras de estilos tan diferentes y tan complementarios; las alegres mujeres de las escuelas comunitarias de Pernambuco que saben un secreto infalible para educar... Un paisaje de mujeres en el que hay algunos hombres también. Personajes breves, sencillos y anónimos pero que alzan su estatura moral ante el lector y le dejan la huella de sus palabras y la dignidad de su empeño. Con gentes así está claro que nada está perdido.

Otros textos son aproximaciones sobre el terreno a proyectos que llevan años en marcha. Con pocas líneas la autora las sitúa en su contexto, dando en dos pinceladas sus características sociológicas, institucionales y económicas. Experiencias “inspiradoras” las llama la autora. Algunas son procesos registrados y sistematizados con tesón, como “la joya” de Passo Fundo, en Brasil. Otros, como la Biblioteca Popular de Bella Vista o la de la Biblioteca de Montevideo, son hermosas experiencias de desarrollo comunitario; la titulada “Un día de Comunidad-Escuela” es una sugerente dialéctica entre sueño y realidad; el modesto pero sabroso proyecto “Leer y escribir ahora”, en Venezuela, muestra que con poco se puede mucho si hay calidad humana y compromiso profesional; o las Redes, en Colombia y Chile, que extienden su trama cooperativa, afectiva y técnica entre escuelas y maestros... Un itinerario de experiencias muy distintas pero de las que la autora acierta a poner de relieve lo esencial, algunos criterios básicos, estilos y planteamientos a destacar que estimulan la reflexión y pueden, en efecto, inspirar otras situaciones. Inspirar quiere decir generar ideas o sugerir reflexiones adicionales, pero también significa infundir ánimos y apoyar designios propios...

En resumen, ver, oír, registrar y reflexionar. Rosa María ha dejado en este cuaderno de viaje una crónica bellísima de la escuela que realmente existe, esa escuelita que empuja con dignidad algún anónimo educador en algún lugar remoto, pero que para los escolares es el centro del mundo; la escuela en donde sobrevive una esperanza aún para muchas gentes atrapadas por la pobreza y la ignorancia, hijas ambas de la injusticia y la opresión; la escuela y sus actores componen un mural esculpido con el mármol del coraje y del compromiso. Un libro pequeño y duro como una nuez, amargo y sabroso al mismo tiempo. Un libro que busca la complicidad del lector para que inicie él un viaje interior. Libro que llama a las cosas por su nombre, como las llama el pueblo cuando la cultura lo hace culto y libre. Un relato grande tejido con trozos de pequeños relatos, un viaje que no acaba en la última página porque sugiere al lector la paradoja machadiana de que el camino se hace al andar. Un trayecto inevitable que llevará al lector o lectora hasta el puerto de su conciencia: ahí donde no hay posibilidad alguna de esconderse de uno mismo. De este puerto universal es de donde zarpó la nave de Rosa María Torres, una mujer enérgica que heredó alas para volar pero que aprendió por sí misma a vivir ligera de equipaje: una libreta, un bolígrafo y una mirada rebelde sostenida por la rabia y la ternura.

Fabricio Caivano
(exdirector de Cuadernos de Pedagogía)
Barcelona, a las puertas del siglo XXI.

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